“Cuando Rivera cruzó el salón hacia el patio de apuestas, dos personas lo observaron con agudeza: el político Ferrasano, y la dueña de la pulpería. Ferrasano hubiera jurado que conocía a aquel hombre. Aunque se cubría con un poncho, podía adivinarse por su andar, que era venido de la ciudad. Se inquietó, sin poder controlar el miedo que le asaltó de repente. Fingió reír, relajado, con los que se habían arrimado a su mesa y se convenció a sí mismo de que en las patronales acudía al pueblo gente de todas partes, así que ese tipo sería uno más.
Para cortar con la inseguridad, que en el fondo lo carcomía, buscó con la mirada a doña Rosa y levantó su vaso en honor a ella.
- ¡A la salud de la dama más distinguida de nuestro pueblo! ¡Pido un brindis a todos los presentes por la estimadísima señora doña Rosa Ugarte!
Una ovación con vítores y aplausos explotó en el ambiente.
- Gracias a ellos, carísimos compadres, tenemos en esta zona un Salón digno y decente donde reunirnos a comer, beber y divertirnos, sin que los peligros del delito nos tiendan sus redes. ¡A su salud!
Los vasos se levantaban y chocaban en el aire, mientras las aclamaciones de “¡Salud!” llegaban a la homenajeada.
Tancredi levantó un vaso de vidrio grueso con un poco de vino tinto que tenía junto a la Caja y exclamó:
- ¡A la salute de’lla piú bella! … ¡La “mía” molle!
Recalcó sus palabras incisivo, y miró a Ferrasano para dejar bien claro que Rosa le pertenecía.”
“- No es por él que estuve triste estos días. Extraño mucho a mi hijo.
- Si lo extrañaras tanto como decís, me dirías dónde te lo voy a buscar y lo tendrías con vos hace rato… ¡Pero! No sé qué berretín te atacó, que preferís que ande por ahí con un socialista infeliz, que ya debe estar boca abajo en una zanja.
- Callate. No digas barbaridades.
- ¿Qué? ¿Vos te creés que el tipo va a andar por ahí, todos estos días, con tu bebé abajo el brazo? A vos sí que te falta una clavija, piba.
- De todas maneras, vos lo traerías para que Rodolfo se lo lleve a su casa de Rosario, y lo críe otra gente. Así que me da igual. ¡Prefiero que lo críen los socialistas y no los oligarcas!
Cerró la puerta, fue hasta ella y le agarró la cara con una sola mano.
- No te pasés… No seas desagradecida. El tipo ése con quien vos te revolcaste allá en la sierra, ya lo debe haber tirado en algún orfanato. ¿O es niñera? ¡Caé de la higuera, gilita!”
“Era el primer verano de su señora en La Cortejada. Don Jacinto había salido para Mendoza y estaría ausente varias semanas, por primera vez desde que se instalaran en la casa. Una tarde como aquella, a los escasos dos días de la partida del patrón, un caballero de Buenos Aires se presentó sin previo aviso: era el coronel Don Atencio Fortuna Olazábal. A deducir por el color tostado de su piel y sus ojos renegridos, parecía oriundo del Potosí.
Felipa no conocía aquella amistad del Comisario, pero le pareció que debía ser atendido por la dueña de casa, dado que al pobre hombre se lo veía desencajado y agotado por un difícil viaje.
La cosa hubiera sido una simple formalidad, si doña Angélica no hubiera reaccionado del modo más inesperado. Ni bien le anunciara al visitante, su amita quedó en suspenso, con una expresión venturosa, tal como Santa Teresa de Ávila en la pintura en que un Ángel le atraviesa el corazón con una flecha de oro. Un llanto que exhalaba ternura embellecía aún más su rostro, y sin ningún intento de mejorar su aspecto, corrió escaleras abajo.”
“- El Senador recuerda su desempeño en la revolución de 1890.
- ¡Tenía treinta años menos, mi amigo!
- Tenemos indicios de que los que asesinaron a su cuñado están en esta provincia.
- ¡Ajá! ¿En qué andaba últimamente Santiago?
- Antes que lo asesinaran estaba protegiendo legalmente a unos italianos sindicalistas, muy formados, porque los querían sacar del país usando la ley de deportación a los extranjeros mayores de edad con antecedente policiales.
- Si fuera por eso, medio país estaría arriba de los barcos rumbo a Europa. Voy entendiendo… ¿Qué más?
- Estaba seguro que podía hacer saltar a unos cuantos Nacionalistas del Club del Progreso y limpiar un poco el camino para que se apliquen definitivamente las nuevas leyes de Trabajo en todo el país.
- Mire, Estévez… a usted se lo digo bien clarito porque ya no estoy para defender la patria. Esto es una feria… Los anarquistas, los comunistas, los socialistas… los irigoyenistas… No son mi gente. Toda mi vida la pasé con las ideas y los gobiernos conservadores y liberales. A ninguno que tenga un poco de tierra y una fortuna digna, le conviene este sainete de la Izquierda, ¿me entiende?
- Entiendo, señor.
- Digalé a Lafuente que lo voy a ayudar. Voy a hacer todo lo que esté a mi alcance por el hermano de mi difunta esposa a quien adoré. Además, porque el diputado Meijides era mi amigo. Déjele claro que no voy a mover un dedo a favor de su partido. ¿Me entendió?”
“El corazón le latía golpeándole el pecho. Salió del Salón para tomar aire y ordenar sus pensamientos. Desde la sombra de un aguaribay salió la silueta del capataz don Ovidio. Sostenía en su mano un rebenque y se le acercó despacio, sin hacer ruido ni con los pasos.
- Así que usté… es el “gran invitado” del señor Comisario?
- ¿Me parece, o me está provocando?
- Le parece bien… ¿Vé este rebenque? Se lo voy a cruzar en la jeta si se vuelve a acercar a la Señorita Algañaraz.
- Somos amigos. Mi hermana es Mercedes.
- ¿Así que son… “amigos”?
- Sí. ¿Algún inconveniente?
- El inconveniente va a ser suyo si vuelve a tocarla.
- Dígale a Don Jacinto, si le parece.
- ¡Ah! ¡Es bravucón el hombre! No se haga el otario conmigo. De no ser por motivos que a usté no le interesan, ya estaría sabiendo don Jacinto lo que pasó en la glorieta. ¿Y sabe qué? ¡Un par de tiros en las bolas y nadie se acuerda más de un gaucho como usté! ¿Me entiende? Así que, si no anda “buscando el hoyo”… cuídese muy mucho de que lo pesque en otro renuncio.
- Muy bien, capataz.
- Salga de mi vista, carajo. Tiene olor a zorrino.”
“En medio de la juerga, un rayo partió el ambiente y el aguacero se descargó en forma. Rosa corrió alarmada hasta la puerta que daba a la galería.
- ¡Florinda! ¡Andá a cerrar las ventanas del fondo, que se viene con piedra!
Todavía estaba tratando de distinguirla entre la oscuridad y la lluvia, cuando apareció la chica jadeante y más pálida que una muerta.
-¿Qué te pasa, que tenés esa cara de aparecida?
- ¡Doña Rosa! ¡Afuera hay una mujer tirada en el barro! ¡Venga usté, que me parece que tiene un chiquito!
- ¡Entrala por la cocina vieja! ¡Que nadie la vea! ¡Ahora voy yo!
La muchacha corrió de nuevo hacia la oscuridad y se acercó al bulto tirado en el suelo. Oía quejidos y el llanto de un bebé. Trató de hacer reaccionar a la desconocida cacheteándole las mejillas.
- ¡Señora! ¿Me oye? ¿Puede levantarse?
Los gemidos de la mujer y los gritos del niño se mezclaban con el chasquido del agua cayendo, que cada vez se hacía más fuerte sobre la tierra, las tejas y las chapas.
- ¡Deme al niñito, que está empapado! ¡Primero entro a la criatura y enseguida la vengo a buscar!”
“Ferrasano nunca había pensado su vida desde esa perspectiva. Jamás se había apoyado sobre sus capacidades verdaderas, y ni se le había pasado por la cabeza no depender de relaciones y apellidos. En realidad, siempre se había sentido “hijo de Ibarguren”… Ante el vacío de su propia identidad, la angustia lo paralizaba. Sólo el aliento de su mujer lo proveía de luces en aquella espesa noche del alma.”