La casa de mis
recuerdos
Es verdad que las casas guardan la historia de sus ocupantes, de sus
dueños, de quién o quiénes las construyeron, los esfuerzos que estos
realizaron para construirlas, para mantenerlas de pie, qué hechos vivieron
antes de llegar a habitarlas. Porqué algunas están en el abandono y el
descuido, qué llevó a sus propietarios a ponerlas en venta, a desprenderse
de un patrimonio, que en su momento, fue la prioridad de sus vidas.
La historia de la casa de mis recuerdos, es diferente a las casas que se
ponen en venta porque se acabaron las familias o son producto de una
herencia que nadie quiere, que a nadie le interesa conservar.
Su construcción empezó en 1962, en una superficie de 488 metros
cuadrados. Su dueña ubicó la construcción en los límites del terreno,
por un pleito vecinal insignificante, que terminó tapándole el aire a su
vecino y también a su propia casa.
Pero esta historia empezó a escribirse muchos años atrás, en un
pequeño poblado de Nuevo León, donde Elena. Una joven delgada y
alta, trabajaba ayudando al médico del pueblo. Con él, Elena aprendió
el oficio de enfermera, profesión, que siempre quiso estudiar, pero sus
precarias condiciones y las de su familia se lo impidieron.
Años más tarde, aprendió a coser. Ella y una prima se convirtieron en las
modistas del pueblo. Igual confeccionaban vestidos de novia que disfraces.
Las casaderas del pueblo, acudían a ellas para pedir sus vestidos.
Y también por las noches, cuando se ofrecía una emergencia, a
petición del mismo médico, buscaban a Elena para alguna inyección;
la aplicación de un suero o la transfusión de sangre. Para todos estos
menesteres, Elena era única y única hija de una mujer, costurera también,
cuyo marido la había abandonado a su suerte.
Un día, por fin Cupido tocó a su puerta. Desde hacía varios meses un
joven vendedor de radios, que bajaba del tren cada semana, la cortejaba
en serio y así los dos empezaron e escribir su historia de amor. Una
mañana de octubre, Elena vestida con un traje guinda, que ella misma
se había confeccionado y Federico con un sencillo traje café, abordaron
el tren rumbo a la frontera, para casarse.
Estos jóvenes, bueno no tan jóvenes, porque ya estaban bastante
grandecitos cuando se casaron, aunque ellos afirmaban que lo habían
hecho en la flor de su edad; 38 y 28 años de edad y aferrándose a un
último tren. Federico y Elena se casaron en 1947 sellando su amor, en la
ciudad fronteriza de Laredo, Texas.
La boda había sido reservada y sin invitados. Sus recursos económicos,
permitieron únicamente que Federico llevara a comer a su flamante
esposa a un elegante restaurante. Caminaron, tomados del brazo, pero al
llegar al lugar, un personaje inesperado los sorprendió. De un lujosísimo
automóvil, descendía, apoyado en un bastón, el famoso actor del cine
mudo norteamericano, Oliver Hardy, “el gordo”, integrante de la pareja
cómica de “El gordo y el flaco” y cuyas películas habían dado la vuelta al
mundo. Años más tarde emigrarían a la televisión, para convertirse en
una de las series más exitosas de la historia.
Elena y Federico, detuvieron su paso a escasos centímetros del actor,
enseguida le tendieron su mano en señal de admiración, misma que el actor
correspondió con un amable gesto que concluyó levantándose el elegante
bombín en señal de agradecimiento, como solía hacerlo en sus películas.
Sin pronunciar palabra, porque seguramente él no entendía español,
ni ellos hablaban inglés, el actor continuó su camino rumbo a la puerta
del restaurante, cediéndoles cortésmente el paso a sus admiradores
mexicanos.
Esta anécdota, la contarían a sus hijos, como su mejor regalo de
bodas.
Su sueño era festejar en breve y en esa nueva casa sus bodas de plata y
porqué no, también las de oro, al lado de sus cinco hijos, un varón (que
siempre fue el gran amor de su padre) y cuatro mujeres.
La casa fue construida en dos pisos, con un plano no bien diseñado,
pues el “arquitecto” era el propio Don Federico y la “Ingeniera de
obra”, Doña Elena, habiendo terminado los dos hasta sexto de primaria,
sin embargo eso no fue obstáculo para darles educación a sus cinco
hijos; que mientras crecían la casa se embellecía aún más, con un
enorme jardín, donde las rosas, los naranjos, los limones, la palma, la
higuera, los lirios y hasta una pequeña parra enmarcaban la casa en un
maravilloso y bello paisaje, digno de un hermoso cuadro. En el centro
de la propiedad, se levantaba majestuoso, un árbol de magnolia, una
rara especie, que no es muy común por esas tierras tan cálidas; una flor
blanca de pétalos grandes, que con su belleza llamaba la atención de
propios y extraños.
Corría el año de 1968, los hijos ya estaban en edad casadera. Amelia,
la mayor se había casado a disgusto de su padre y con la alcahuetería
de su madre, con un vecino. Sí con un vecino, sin más cualidades ni
aspiraciones que ser un simple mediocre, más corriente que común.
Marcos, el típico machista, bueno para nada. Un oportunista que sin
ningún empacho, aceptó vivir en una casa de la familia de Amelia, en la
de su abuela, que había fallecido un año atrás y se encontraba cercana
a la de sus padres.