Dos
Mi padre me nombró Teresita, después que murió mi
madre. Mi nombre es el único recuerdo que tengo
de ella. No sé qué pensar, pero de vez en cuando la vida me
confunde. La paso llorando. No lo hago sin motivo, pero
tampoco quiero recordar el por qué lloro. No pienso mucho en
el futuro. Me he convertido en una persona rebelde. Tengo la
actitud de que todo me da lo mismo. Acabo de cumplir veinte
años y siento que todo lo que me rodea me traiciona. Me siento
sola, y me duele ver a mi padre tratando de darme lo que no
tiene. Quisiera trabajar y ayudarlo. Siento que estoy perdiendo
la cabeza porque quiero hacer tanto y no tengo nada qué hacer.
Él vive triste y probablemente extraña mucho a mi madre. Sé
que lo haces a sola porque quizás piensa que me dolerás a mi
también verlo sombrío. Lo cierto es que a mi me sucede lo
mismo. Yo la extraño, y me gustaría que estuviese conmigo
ayudándome a hacer estás tareas.
El cálido viento alivia las angustias que a diario tengo que
pasar. Mi padre llega del trabajo como de costumbre y procuro
guardarle la comida. Su ropa trae el olor del ganado, que a
veces no soporto. Pero es de allí de donde se produce nuestra
manutención. En el patio, admiro las mariposas volar con
libertad, sin nadie o algo que les cortes las alas. Las flores y los
árboles mantienen las hojas verdes, reluciendo sus bellezas. Los
pajaritos cantan, no sé si de alegría o si es costumbre mientras
trabajan en su nidos acogedores.
Afuera llueve y el sol está fuera. Se dice que esa lluvia baja de las
nubes. Escuchaba en ocasiones que cuando llovía con el sol afuera, decían que una bruja se estaba casando. A mi padre le preguntaba
cada cosa extraña que escuchaba para estar segura de ellas. «Esa
es una leyenda urbana», dijo cuando le pregunté sobre la lluvia
bajo la luz del día. Según él, las leyendas urbanas se propagan de
boca en boca y casi siempre son increíbles, fascinantes y absurdas.
Salí a disfrutar la lluvia, bajo el caño de agua que bajaba por un
lado de la casa. La blusa desgastada, marcaba mis pequeños senos,
aquellos que apenas crecían. Mi padre me miraba sonriendo,
desvistiendo los dientes amarillos manchados por el café. La lluvia
pasó, llevándose la pequeña nube.
Evitábamos hablar los famosos «temas de adultos». Pienso
que es difícil cuando es de hija a padre, ya que entre mujeres
existía la posibilidad de entendernos mejor. Pero ahí estaba
el problema, que esa mujer no estaba conmigo. Me acuesto,
después que termino las tareas. Mi vida tenía una rutina fija:
levantarme temprano y hacer desayuno para mi padre y yo,
echarle maíz a las gallinas, luego ir a la escuela. Después, cocinar
para ambos, hacer las tareas y limpiar antes de acostarme. Pocas
cosas sucedían en medio. El vecindario se sentía seguro. Las casas
una distante de la otra, aparentaba un lugar de campamento.
Ahora pienso que el tiempo pasó muy de prisa y me dolió
crecer sin su calor. No capté ni siquiera un momento especial con
ella; no conocí sus pasatiempos favoritos. Me hubiese gustado
conocerla por completo. Las cosas que le fascinaban hacer y
aquello que odiaba. Saber las cosas que hacía bien y aquellas en
qué erraba. Quería saber que cualidades físicas ella poseyó que
yo heredé. Saber como fue su niñez y qué hacía mientras estaba
en casa. Si tuvo novio antes de adjuntarse con mi padre y cómo
fueron. Por mi mente cruzaban miles de preguntas, que en su
mayoría, se las tiraba al viento.
No recuerdo muy bien, pero mi padre me llevaba a visitar
su tumba, después que cumplí cinco años. Ya no lo hace con
frecuencia, tal como lo hacía antes. No comprendo por qué,
pero sospecho que por fin aceptó que la perdió. Yo aún no
puedo aceptarlo. «Donde quiera que estés madre, te siento cerca
de mí», me digo cuando busco su rostro. Él nunca me dijo de qué murió, ni yo le había preguntado hasta el momento.
Cuando finalmente tuve huso de razón, me dijeron de qué
había muerto.
Soy señorita y asisto a la preparatoria al doceavo grado. No
tengo planes de llegar a la universidad hasta el momento. Casi
todo me aburre. Tengo varias amigas, pero pocas de confianza.
Hay una que es para mí como una hermana. Su nombre es
Dolores. Ella, de cariño, me llama Tere. Ella no le dice mis
secretos a otros compañeros y siempre me aconseja a tomar
buenas decisiones.
Sigo viviendo en la misma casa que vivió mi madre, aquella
que durante la lluvia el agua estalactita a través de las hojas de
yaguas. Lo que más me atormenta es que no tengo un recuerdo
de ella, ni siquiera un retrato. Los recuerdos me hieren. Lloro
cada vez que contemplo su pasado. La extraño y me hace falta
decirle madre.
Una tarde particular, mi padre decidió contarme la verdad
acerca de su muerte. Aguantó la voz por un momento y luego
la soltó.
—Tu madre murió durante el alumbramiento —me dijo
con los ojos aguados—. Su cuerpo estuvo débil y contrajo una
hemorragia.
—Lo siento mucho madre —dije en voz baja mirando hacia
el cielo, con un nudo en la garganta. Yo lo abrasé y nos pusimos
a llorar. Fue doloroso para ambos, pero de una forma u otra, esa
presión tenía que ser liberada. Desde ese día en adelante, yo me
sentí culpable de haber sido la causa de su muerte.
Yo caminaba una hora todos los días a la escuela. Un día,
mientras me miraba al espejo en mi casa, después de clase,
pensé que las estrellas en mi cielo empezaban a brillar. Tenía
varios enamorados pero ninguno me sugestionaba. Dolores me
decía que no me desesperara porque algún día a cada quien le
llega su príncipe azul, tal como le había llegado a mi madre. Me
causó risa y me sentí un ser especial.
Un día, al llegar de la escuela, encontré mi padre embriagado.
Él tenía una carta en su mano derecha. Nunca tomaba bebidas alcohólicas, pero ese día había sido la primera vez en que yo
lo había visto de esa forma. Me entregó la carta y dijo: «eres
igualita a tu madre». Me dio un beso en la frente y se acostó.
Me puse nerviosa y empecé a llorar. Me senté debajo de un
árbol a leer la carta que mi madre me había dejado.
Esta carta la escribí por si me quedo en el parto. No sé
tu nombre o si te parecerá a mí. Me hubiese gustado
darte más de lo que quizás pude darte. Pero tu padre
y yo sólo tenemos el hogar y un corazón de esperanza.
Tal vez no me conocerá porque no tengo fotos donde
puedas verme. Yo traté de que el embarazo sea lo más
saludable posible, pero de vez en cuando no teníamos
comida y pasaba la noche sin cenar. Perdóname porque
no tuve qué ofrecerte, pero por más que quise tener
algo, no tuve los recursos para hacerlo. Te confieso todo
esto porque quizás el mañana no llegaría para verte y
así te dejo este recuerdo de mí por si no estoy presente
contigo. No sé leer ni escribir, esta carta la escribió
Antonio. Él no tiene a nadie más que a ti, cuídalo y
quiérelo mucho porque es el mejor padre y marido del
mundo. Por mas difícil que esté la situación, siempre
gánate el pan de cada día humildemente. Estudia y
supérate para que llegues a donde nosotros no pudimos
llegar. Pero más importante es que siempre recuerde
que si el corazón está vacío, lo que esté en la cabeza
no importa. Yo no estoy a tu lado, pero cuando mires
hacia arriba, ahí estaré.
—Teresa
Entré la carta en un bolsillo de mi pantalón y fui llorando
hasta donde él. Los ojos y la nariz se me pusieron rojos. Él
también lloraba arropado con una sábana de pies a cabeza.
Pensé que estaba viviendo durante la Guerra de los Cien Años
donde el sufrimiento parecía no tener fin.