Capítulo 1
La Visita
< ¡más="" hubiese="" valido="" que="" la="" santa="" inquisición="" derramase="" mi="" sangre="" sobre="" la="" tierra="" mexicana="" para="" terminar="" de="" una="" vez="" por="" todas="" con="" tanta="" humillación="" e="" injusticia,="" para="" no="" seguir="" experimentando="" la="" deshonra="" de="" no="" ser="" libre="" y="" redimirme="" ante="" los="" míos!="" durante="" los="" treinta="" días="" y="" sus="" noches="" que="" ha="" durado="" mi="" cautiverio,="" el="" pan="" ya="" no="" me="" ha="" saciado,="" el="" agua="" me="" quema="" el="" gaznate,="" la="" sopa="" me="" sabe="" insípida,="" el="" fresco="" de="" la="" ventana="" ya="" no="" me="" orea="" el="" cuerpo="" y,="" para="" acrecentar="" mi="" desventura,="" tengo="" que="" conciliar="" el="" sueño="" encadenado="" a="" la="" cama="" de="" pies="" y="" manos.="" esta="" incomunicación="" con="" el="" mundo="" exterior="" me="" tiene="" al="" borde="" de="" la="" locura,="" en="" gran="" medida="" porque="" ignoro="" en="" dónde="" están="" mi="" mujer="" y="" mi="" hija.="" ninguno="" de="" mis="" custodios="" ha="" accedido="" a="" decirme,="" mas="" sé="" por="" cuál="" motivo="" todos="" ellos="" me="" torturan="" así:="" quieren="" que="" ceda="" y="" confiese="" más="" de="" lo="" que="" ya="" he="" declarado="" al="" tribunal="" eclesiástico="" y="" al="" auditor="" de="" guerra,="" pero="" mis="" labios="" están="" bien="" sellados.="" el="" resto="" de="" la="" verdad="" me="" la="" llevaré="" a="" la="" tumba="">>.
Corría el último día de mayo de 1816 y yo cumplía con un arraigo
judicial en una casa en la calle de San José el Real, en la Ciudad de México,
enfrentando diversos cargos. Pasaba de las diez de la noche, lo supe porque
oí el grito del sereno que caminaba afuera, por la acera; y yo, superado por
la inapetencia, no había conseguido probar bocado casi.
Después de un juicio desfavorable y nefasto, la Santa Inquisición me
había sentenciado al exilio a la isla de Cuba, lugar en donde sería encarcelado
por espacio de diez años y realizaría trabajos forzados en un punto aún pendiente
por definir. Asimismo, sería sujeto a un patético acto de purificación
en la Plaza Mayor de la capital en el que me obligarían a cargar en la manouna vela verde y vestiría un sambenito ridículo, mis enemigos que me viesen
pasar frente a la Catedral se mofarían de mí.
Melancólico por mi situación, pensé en lo preferible que era la condena a
muerte. No obstante, me consolaba saber que el recién restablecido tribunal
eclesiástico de la Nueva España ya no era tan poderoso. Por eso, mi destino
quedaba enteramente en manos de S.S. virrey Don Félix María Calleja, a
quien solo le restaba confirmar la terrible sentencia. No obstante, yo presentía
que él intuía de mí más cosas que mis inquisidores y había pospuesto
su resolución final por más de diez días.
Mi consciencia estaba tranquila y en paz con el Altísimo. Dios es testigo
que lo único que yo siempre he buscado ha sido la felicidad de mis semejantes
y la propia, apoyándome en el amor verdadero y los tres derechos humanos
elementales: libertad, fraternidad e igualdad.
Estaba yo abstraído en mis reflexiones cuando entró a la celda uno de
mis custodios, recogió mi charola casi igual a como me la habían dejado
una hora antes y me anunció que tenía una visita.
< ¿una="" visita="" a="" estas="" horas?="" ¿quién="" habría="" querido="" venir="" hasta="" mi="" prisión="" a="" altas="" de="" la="" noche?="" ¿para="" qué?="">>. Entonces, decidí preguntarle al centinela
de quién se trataba.
—Su Señoría, el virrey Don Félix María Calleja, ha venido a verle y su
encuentro con usted no puede postergarse más, le manda decir que a él no
le importa en lo absoluto que la noche esté bien entrada.
Consciente de que ya no tendría nada que perder, permití que Don Félix
entrase y preguntase lo que diera la gana, al fin y al cabo que yo también era
libre de callar, mentir o confesar la verdad si así me placía.
El virrey entró casi en el instante, como si hubiese brotado del piso.
Cuando le tuve frente a mí, Don Félix decidió ser lo más breve que pudo,
me dijo:
—En mis manos traigo una sentencia de exilio a Cuba. Aunque pude
haber enviado a un coronel para que os comunicase vuestro destino, esta
vez quise ser yo mismo quien lo hiciera, puesto que no sois un vulgar reo; a
pesar que vuestras acciones hayan sido de lesa majestad. He decidido condenaros
a trabajos forzados por espacio de cinco años, vuestras propiedades
serán confiscadas, vuestra esposa quedará en absoluta libertad para anular
su matrimonio, si ella así lo decidiese, y vuestra descendencia vivirá marcada
por la vergüenza de haber sido sangre de un hereje. Os pregunto, ¿Es así
como queréis terminar vuestra existencia?
Yo respondí con franqueza:
—No, señor. Si vos me otorgáis el privilegio de elegir mi sentencia por
los crímenes que presuntamente he cometido, prefiero la muerte antes de
sufrir tal deshonra y heredársela a las generaciones venideras de los míos.
El señor Calleja rió brevemente entre dientes y prosiguió su arenga
externándome:
—Os estaba poniendo a prueba. No firmaré tal cosa porque aún mantengo
sospechas de que, detrás del juicio que la Inquisición os ha hecho por
abrazar ideologías prohibidas y vuestra actitud anti eclesiástica, yacen delitos
aún más graves sin comprobar; el más importante de ellos, alta traición a la
Corona Española, por haber sido uno de los intelectuales encubiertos por
el recién caído cura José María Morelos y Pavón, así como también uno de
los muchos Guadalupes que apoyaron a la insurgencia con información y
dinero desde la alta cúpula del poder virreinal.
Guardé la compostura lo mejor que pude, pero por dentro sabía que
Don Félix estaba a sólo un paso de enterarse de la verdad. Indudablemente,
en el trascurso de esos días en los que el señor virrey desistió de firmar esa
sentencia, se había dedicado a recaudar información de antiguos insurgentes
que me habían denunciado. Sin que yo le contestara nada al señor virrey,
Don Félix continuó sus imputaciones:
—Deseo externaros mi casi total certeza sobre vuestra responsabilidad
en dichos cargos, puesto que hay denuncias que los fiscales no han logrado
aún comprobar y vos no habéis querido revelar en el tribunal. Francisco, en
el nombre de vuestros servicios a la administración virreinal y mi aprecio
hacia vuestra persona, os imploro por las buenas que confeséis vuestros delitos,
antes de que ordene que os trasladen a la prisión de la Acordada para
que os sometan a todo tipo de torturas físicas hasta que cantéis la verdad de
una vez por todas. Después de un prolongado martirio en el que os dejarán
irreconocible por las golpizas y castigos que os propinen, seréis condenado
al garrote vil en la Plaza de la Constitución.
Yo sabía muy bien que eran épocas de gran crisis para la Nueva España
y que una sentencia de muerte por garrote sería costosa y difícilmente la
llevarían a cabo, aunque su aplicación hubiera sido otra vez permitida en el
virreinato. Además, no quería que me torturaran. Recordé la heroica muerte
de mis amigos insurgentes, los curas Morelos y Matamoros, quienes no
tuvieron reserva alguna en aceptar sus responsabilidades ante los tribunales,
no fueron torturados físicamente y tampoco se arrepintieron de luchar por
la independencia. Armándome de valor, tragué saliva y procedí a confesarle
al virrey mi culpa:
—Don Félix, en honor a la estimación que os tengo y de la azarosa vida
que he llevado desde el momento que decidí regresar a mi patria, os diré
la verdad, pero sólo a vos. Quiero contaros todo, con lujo de detalles, para
que sepáis los auténticos motivos que me orillaron a actuar de la manera
que lo he hecho. No pretenderé excusarme de mis delitos, sólo os pido que
me escuchéis y juzguéis lo que os revelaré, si disponéis del resto de la noche
para hacerlo. Por mí no hay inconveniente, para un condenado las horas del
día ya dan exactamente lo mismo y no hay descanso posible que recupere
mi espíritu.
—Descuidad, Francisco. No os preocupéis por mí, que no pensaba
marcharme de aquí sin vuestra confesión. La noche es joven y, si lo permitís,
iremos desentrañando los acontecimientos en los que habéis estado involucrado
en este tiempo —sonrió Calleja y me dio su palmada acostumbrada
en