II.
Cuando el cáncer se
apodera del cuerpo
Ese día, el de la muerte de mi mujer, bueno, de mi primera mujer,
comprendí que el cáncer es algo difícil de detener cuando se
apodera del cuerpo. Entendía eso de que nada está suelto en él;
tarde, pero también comprendí algo que parece obvio, que el cuerpo es
una unidad. Nunca se me ocurrió o no quise comprender que el amor es
importante para conseguir la salud. Antes de morir, me miró con esos ojos
tan pequeños y llenos de luz que me sentí acorralado, convertido en un
estafador de la salud, sin poder ayudarle en su trance de cáncer. Éste había
viajado por todo su cuerpo, se hospedó en el fondo de su hígado, luego se
fue al bazo, de ahí al riñón. Todo comenzó a complicarse; su lucidez, sin
embargo, no tenía merma. Ella no supo que mis experimentos la incluían,
que su muerte fue inútil, que no llegué a conclusión alguna; el cáncer es
un perro que se traga el cuerpo y yo con mis gotitas, con mis pastillitas,
con la radio o quimioterapia queriendo detener un proceso que no tenía
fin hasta que murió. Hice todo lo posible por comprender su muerte, mis
hijos lloraron desoladamente, me abrazaban y preguntaban a dónde se iría su madre, porqué a ellos y si yo podía ayudarla a vivir aunque fuera
unos días o unos años mientras crecían y se podían valer por sí mismos.
Sólo me solté a llorar y los abracé con fuerza, con valor; eran tan frágiles.
Aunque nunca se los dije eran mi orgullo, dos hombrecitos; yo tenía el
corazón descompuesto en sus sentimientos; cómo matar a la mujer que
me dio dos hijos, y a la vez me lo agradecía. Eso me llevó a concluir que
yo era un perverso, un mezquino, un hijo de la chingada pues. Pero nadie
lo sabía; mis familiares me consolaron y me dieron apoyo, cuidaron de
mis hijos, dijeron que era un hombre ejemplar. Yo sabía que no era verdad,
pero así me lo hicieron ver. Decidí construir un espacio para la culpa.
Ponía mi cara de fuerza y de incertidumbre, era un hombre con una cara
a los otros y con un sentimiento distinto en mi corazón. Mis hijos me
abrazaban y lloraban conmigo, yo lloraba porque me sentía culpable por
haber hecho el experimento que mató a Ximena, mi trabajo era tan lleno
de papeles que tenía poco tiempo para la investigación seria. El vacío del
interior no se podía llenar con nada. Todavía tenía que ver lo que sucedía
con mis hijos, dejé un tiempo el laboratorio.
Pero me enteraba de lo que
hacían los colegas, nadie entraba a ese mundo que es el de los procesos
del cáncer en vinculación con el cuerpo de las mujeres. Yo esperaba hacer
de la investigación un espacio para darle sentido a un cuerpo que tenía
muchas aristas, todos iban a la atomización, a la fragmentación de un
cuerpo que no se podía ver claramente. Pero yo sí me aproximé a ese
sentido, a un cuerpo que se compone y descompone con los actos simples
y complejos de un día, de una vida convertida en algo complejo por la
razón. Ella me enseñó que nada es eterno, sin embargo creí en ese espacio
de la vida oculta de un cuerpo. Como la razón me negó vivir con otros
ojos, decidí romper el reto de la atomización y pude ver lo que se hace con
el cuerpo. Comprendí que los alimentos ricos en grasa son un factor de
riesgo, que la leche de vaca tiene que ser suprimida de la dieta y ella tenía
que evacuar mínimo dos veces al día; la necesidad de consumir fibra, en
especial verduras verdes era una prioridad; pero algo que encontré fue el
proceso de las emociones y sus implicaciones en el cuerpo, algo así como una especie de ruta de viaje, hice la correlación con los síntomas y los
órganos, nunca tuve duda que eso era cierto, pero no podía demostrarlo,
por eso le di ese preparado para crear el cáncer y poderlo controlar. Maldita
sea como hice eso. Chingado, ¿cómo fue? No lo sé. Me contesto ahora,
pero de seguro sí lo sé, me hago pendejo, lo sé desde siempre, no puedo
decir que desconozco lo que sucedió, si yo lo hice, soy el causante de esa
muestra de aberración, seguro que otros lo hicieron, pero nunca lo
confesaron. Los secretos se convierten en algo que viajan en la oscuridad
de los deseos transgeneracionales y seguro que me llegaron en los días
que buscaba la fama, la intención de ser mejor que otros. La equivocación
es algo que no se aprende pronto, será que un día cualquiera uno puede
ser como lo más ordinario, pero los errores se hacen con los ojos abiertos
y uno piensa que estaba ciego, las justificaciones son de los idiotas, de los
tercos, de los necios, así me siento ahora, muy necio, terco e idiota. Son
las maneras de vivir pensando en algo para el futuro y ese futuro no existe.
Experimentar con el cuerpo de un ser querido es falto de ética, pero
también creo que no es así, es un amor profundo sobre la vida misma, ahí
va la respuesta de lo que se cree debe hacer el prójimo por los otros, somos
la importancia de una vida que se cree única y poderosa, son las ilusiones
de nuestra pequeñez. Ir al cáncer con los ojos del experimento que desea
despertar la verdad en los otros o el reconocimiento del éxito con un
menjurje, con una pócima, buscar la magia pues, sin mayor esfuerzo que
la magia de una toma, tal parece que nos hicimos perezosos e irresponsables
sobre nosotros mismos. Nos olvidamos del trabajo continuo y creativo,
profundo sobre nuestro cuerpo, las respuestas las buscamos afuera de
nuestra vida. Ahora, a la distancia, puedo ver como me perdí en eso que
llaman vanidad, egolatría: creérmela como si lo que hacia fuera la Verdad.
Ponderé la ciencia médica y experimental para poder darle sentido a mi
vida como si todo fuera la verdad de lo que nos heredó Descartes, ya lo
decía Paul Valéry sobre los acuerdos de la ciencia y los compromisos sobre
el cuerpo. Yo hice caso omiso de eso, me sentí el hombre que podía
controlar todo, un Víctor Frankestein moderno con deseos mundanos y el apoyo económico necesario para causar la muerte de mi mujer. No hay
justicia cuando uno es el verdadero protagonista o cree serlo, matar a un
ser humano es algo detestable, sin embargo lo que mueve a los
investigadores no es el amor a la vida, es la fama y la comodidad en su
vida, de lo contrario se hubieran asociado y formado un espacio para
realmente hacer cosas para los otros. Somos unos vanidosos, seres llenos
de egolatría. Pero qué se le va hacer, es la cultura de la rapacidad, de la
necesidad de construir credibilidad para con ello sentirnos alguien
importante. Mala hora en la que un ser humano pierde el rumbo de su
vida. Ahora es demasiado tarde, quizá por eso lo escribo y cuento lo que
debería haber dicho hace unos veinte años, pero ese pinche deseo de saber
a lo pendejo, a lo acordado socialmente, como si eso fuera la vida, como
si estuviera a la altura de un gran descubrimiento, como si los espacios de
la vida se construyeran con vanidad, con ilusiones. Soy el espejo de la
modernidad, con ambiciones, de los que desean ser los mejores y con tal
de serlo no les importa la vida ajena. Pareciera más bien que los científicos
son los promotores de la muerte: se están inventando armas de cualquier
tipo, sofisticadas, bacterias, gases, lo que sirva para matar; los economistas
inventan sistemas económicos que permitan morir temprano, muchos
médicos buscan vender algún producto que les impusieron pero no
quieren saber de la vida y los cuidados para preservarla. La vida se
compone de ilusiones y deseos. Cuando quise cambiar el curso de mi vida
no pude, los deseos de fama, la ilusión de los reflectores me ganaron, por
eso me entrené con la pipa, para salir bien en la foto, darle sentido a lo
que se decía en los corrillos de la Facultad: ante el famoso todos se
empinan. Yo quería eso, como si todo se hiciera con las nalgas, dominando
con el sexo.