1.- El vino y la cadencia del cante ayudaban a tan eufórico momento. A partir de aquí, la mente recorre los campos de amapolas, sobre los que estalla la línea quebrada del rayo. Los piropos rasgan los tules rosados del quejido, hasta estremecer la espesa niebla del tablado. Los oles susurran gritos de aliento, que rompen la forma combada del techo, hasta que las estrellas entretejen, enormes guirnaldas de rojinegros amores, y las palmas, saturan de rabia serena, la entrega del alma. Ya nada sigue sus cauces normales, porque el duende del cante se trasmite, y abre caminos de plata hacia el eco, que, en sus idas y venidas, discurre en la oscuridad de la noche, sobre heridos deseos de potro salvaje. Cuando el alba rasga los negros crespones, las fuerzas decaen, y los hados acunan las mentes adormecidas. La cadencia se hunde bajo campos de espigas, inclinadas por los vientos de la fatiga, y cuando, de nuevo, comienza el rasgueo de la guitarra, el aire transmite ilusiones, y mariposas de colores aletean entre los vasos. Cuando terminó, Clemente, parecía alucinado, la mañana temblaba, ahíta de ardor y de vino, y la juerga se durmió, sobre cunetas de espinosas zarzas, que siempre recordaría.
2.- Vivo ilusionada, desde que me levanto, y esa ilusión eres tú. Cuando te espero y cuando pienso que me esperas. Cuando te veo, temprano, estudiando, y, hasta cuándo te dejo, porque tengo la ilusión de volver a verte. Cuando estoy, simplemente, a tu lado, y cuando siento tu cuerpo tenso, jadeando, fundiéndose con el mío, arrastrándome lentamente a una rígida agonía, que explota sin posibilidad de control, y de la que salgo abrazada a ti, agotada, sin que desee más mundo que el nuestro. A veces, por la noche, en mi casa, recuerdo alguna frase, o, alguno de esos momentos, y siento calor en la cara, pero me río, y me duermo con una paz desconocida. Se ha iluminado mi vida, de repente y no quiero vivir otra, con nadie.
Me has emocionado. No creo que pueda corresponder, dijo Clemente, con pesar.
Tú no tienes que corresponder. Me basta con que estés, y que me trates como hasta ahora, porque, como te he explicado, lo que me hace feliz, no es lo que sientes tú, si no lo que siento yo.
3.- Después, en el recuerdo, las cosas se mezclan y precipitan. Una noche de vela. Una iglesia abarrotada, porque en los pueblos todos se conocen, o son familia de familia. El recorrido del camino, donde juegan los niños en las tardes de verano, al amparo de una sombra de árboles centenarios. La sensación de atravesar una paz transitoria, que, a corta distancia, se volverá eterna. El ataúd sobre los hombros de los más allegados, y, al final, cuando termina una parte querida de tu vida, y la dejas abandonada, enterrada en el fondo de una fosa, solitaria en la noche, con la frialdad de la tierra humedecida, suplicas que el grito desgarrado de tu alma, lo acompañe a la eternidad, para que comprenda el vacío que ha dejado.
4.- Me fui paseando con mis pensamientos, y cuando llegué a casa, me puse a leer hasta que la musicalidad del campo, anunció la llegada del nuevo día. La luna había recorrido la mayor parte de su camino, lento e invisible. Había iluminado las playas, en una de esas noches de refrescante brisa, cuando parejas diseminadas, sucias de arena, sentían, con fuerza, el apasionado latir de sus corazones y la imperiosa necesidad de calmar sus deseos. Había movido los vientos y empujado las mareas, que obligaban al agua a estrellarse contra las rocas. Había despertado al sol, para que llegara con tiempo a su cita matutina. Y la vi besando a la alborada, que traía candentes labios de estío.