Memorias de un niño de pueblo

El adulto que hasta los trece años no fue niño de pueblo, tiene una carencia en la formación de su personalidad.

Cuando el vehículo de tu vida entra en el otoño, el parabrisas se enturbia y pierde visión. Es el momento de aminorar la marcha, relajar la velocidad y limpiar el espejo retrovisor. Entonces se ve el origen del camino…Y volvemos.

Salimos del pueblo, de los pueblos, hacia las ciudades cuando éramos niños, cuando éramos aún pámpanos de fruto incierto. Nuestros padres no veían horizonte en la tierra agraz de sus mayores y, queriendo lo mejor para nosotros, pensaron que no era bueno que nuestra infancia fuera enterrada en el duro campo, de horizontes cerrados, con frecuencia tan ingrato.

Durante la juventud bebimos los cantos de sirena de las grandes ciudades: progreso, estudios, nuevos horizontes, cultura, dinero, espectáculos… El pueblo, en los años mozos, se nos hacía pequeño y pobre, su gente la veíamos un tanto cateta. Creíamos que nos íbamos a comer el mundo, nosotros éramos más modernos, más avanzados, habíamos salido fuera, el pueblo quedaba atrás.

En la madurez, ¿qué nos queda? Retornamos a aquellos orígenes que adobaron nuestra forma de ser y de entender el mundo. En el recuerdo, cuando se descascarillan las paredes, se caen las pinturas añadidas y aparece la piedra madre, vemos que aquella niñez es el rodrigón que sustenta nuestra personalidad.

Si la nostalgia es recuerdo, es buena; si la nostalgia es pretender revivir los mismos sentimientos, es inmadurez. Los momentos pasan para no ser nunca repetidos. Aquel primer amor es algo ya pasado; aquella primera experiencia de cualquier sensación, ahora no será igual. Nostalgia quiere decir dolor por volver. No, no es nostalgia, son sólo recuerdos. Ya estamos de vuelta de cantos de sirena, y se produce el reencuentro. Es el momento en que uno se da cuenta de que le quedan las RAÍCES.

Nuestros padres nacieron, vivieron, amaron y trabajaron como tus abuelos. Siempre había sido igual. Eran pequeños, crecían, pero no eran jóvenes como hoy. La juventud no existía como tal. Se pasaba de niño grande a hombre pequeño. Entonces, un niño se vestía como lo había hecho su padre, quien se había vestido como el abuelo, quien lo hacía como lo había hecho el bisabuelo, el tatarabuelo y los antepasados. Y lo mismo las niñas, como la madre, la abuela, bisabuela y tatarabuela. El tiempo parecía que estaba detenido, que no quería avanzar.

En los años sesenta vinieron cambios nunca vistos. Los jóvenes dijeron aquí estamos. Imitaron a los Beatles dejándose melenas, y los niños vistieron por primera vez pantalones cortos por encima de la rodilla. Aquello era la revolución. El padre, como el abuelo, había llevado pantalón corto por debajo de la rodilla, luego pinzado en la pernera, como Tintín, y finalmente largo. Ya se vestía como los mayores, ya era un hombre. Y tenía trece años.

Las jovencitas se soltaron los moñetes, tiraron los pañuelos de la cabeza, se arrancaron las enaguas y las sayas y se plantaron minifalda y pantalones. Aquello, sólo al principio, fue un escándalo. Como España estaba muy atrasada, venían muchos extranjeros y extranjeras a veranear… y todos a copiar: minifaldas, chaquetas negras, melenas, bikini, guateques, salir por la noche hasta después de las diez, cogerse de la mano con el novio, besarse en público, bailes oscuros, música

Voy a entrar en mi casa y noto que la puerta está hinchada y ligeramente caída. Tengo que empujar con fuerza y levantarla para que no roce el suelo. No acude a recibirme la perra Maruchi meneando la cola. Todo está oscuro y un polvillo picante viene a irritar mi nariz. Abro las ventanas para que entre un poco de aire y luz en la cocina. Veo que las contraventanas cierran mal y se ha caído la masilla de los cristales. En algunas esquinas del techo se arquean pequeñas telarañas; en un rincón, junto a la carbonera, hay un ratón acartonado; en el fogón no arden troncos, los trébedes están arrinconados y no cuelgan calderas en el llar. El color amarillo chillón de la barra de la cocina no brilla, manchado por la pátina del tiempo. Comienzo a recorrer las habitaciones (….)

Me quedo absorto y en un momento mi mente se retrotrae con valentía buscando vida. El antiguo horno de los abuelos tiene rescoldo esperando las hogazas y la artesa está todavía húmeda de masa; de las viejas vigas cuelgan hilos con uvas “pansas” y sobre ellas se apoyan tres cañizos con ciruelas pasas o “escaldadas”. Cuelgan sartas de chorizos, morcillas y longanizas; horcas de ajos, ristras de pimientos y manojos de cebollas. De un clavo cuelgan manojos de romero, orégano, hierbabuena y tomillo. Sobre una mesa se salan jamones con sal gorda junto a unas tejanillas con pimientos en escabeche y aceitunas en salmuera (…)

Desciendo al primer piso. Entro en la habitación de mis padres. Sigue la misma cama antigua en la que nacimos todos los hermanos, la misma en que nacieron los diez tíos maternos… cuántos secretos vivos sobre cuatro tablas mudas. Tiro del cajón superior de la cómoda e inmediatamente me viene un profundo olor a membrillo maduro que la madre colocaba junto a los pañuelos. En un rincón, inerte, está el tocador, con la jofaina y el barreño, con su espejo inútil. Sobre la cómoda, parado en un tiempo que se hace anacrónico, el viejo reloj que compraron los padres cuando hicieron el viaje de novios(….)

(La escuela)Los pupitres eran de madera muy sólida, formando un sólo mueble la silla y la mesa. La mesa tenía una tapa ligeramente inclinada sobre el cajón. La tapa tenía encima, en el borde, un orificio para el tintero de porcelana blanca y una muesca de posalapiceros. Si el pupitre era doble, tenía dos.

Aprendíamos a leer en el Catón : “la m con la a ma, la n con o no, ma-no”. Las cuentas las hacíamos en una pizarra que teníamos cada uno. Era del tamaño de un cuaderno y en ella escribíamos con el pizarrín. Para borrar, escupíamos un poquito y pasábamos un trapo. En los Reyes Magos, siempre nos regalaban una nueva.

La tinta la hacía el maestro mezclando unos polvos con agua. Hacía una botella de litro y de ella nos echaba a los tinteros.

Para escribir en el cuaderno teníamos lapiceros, pinturas de palo-las de Alpino eran las mejores-, plumero con plumilla y secante