Pocas veces los seres humanos somos capaces de discernir conscientemente acerca de la naturaleza de los impulsos secretos que nos llevan a actuar de una u otra manera. El encanto de la novela negra radica en la necesidad de lidiar con esa parte oscura, desconocida, misteriosa e inexplicable a la vez, que empuja al ser humano a reaccionar, bajo determinadas circunstancias, violentando incluso sus valores más arraigados. Es por ello que en una trama policiaca de ficción, más allá de la necesidad de desvelar un misterio relacionado con hechos o situaciones confusas o poco claras en el entorno de un caso criminal, está también presente la necesidad de entender el cómo y el por qué de la actuación humana que les dio origen.
La intriga y el misterio son sin duda elementos infaltables o subyacentes en las realidades cotidianas que no nos cuesta trabajo aceptar y muy a menudo nos pasan desapercibidos, porque “es más fácil hacer creer mentiras que demostrar verdades”. En nuestro entorno personal, familiar y social, todos tenemos la necesidad de creer en algo o en alguien y con frecuencia lo hacemos a ojos cerrados, sin imaginar siquiera lo que puede haber detrás de bambalinas.
En el caso de “La Máscara del Dios Jaguar” se aborda la investigación de un caso criminal juzgado y cerrado tiempo atrás. Y cuando la inconformidad o la sospecha en torno a la actuación policiaca dan pie a una nueva investigación de carácter privado, lejos de aclararse, las dudas se multiplican. Así, a medida que las verdades a medias enseñan su cara oculta, afloran secretos insospechados y la indagatoria se vuelve una aventura plagada de misterio y peligro.
Encarar una intriga policiaca bien orquestada en una época como la nuestra, en la cual no solo los métodos del crimen han cambiado, sino también la naturaleza de los actores principales (la corrupción institucional, la impunidad, los delincuentes de cuello blanco, las mafias internacionales, el crimen de estado), supone para el tenaz detective resuelto a llegar a la verdad una misión de proporciones épicas. No obstante, Elías Landa decide oponerse a ese “monstruo de mil cabezas” sin saber que le espera una batalla doblemente ardua: la de enfrentarse a sus propios demonios.
Las cosas se salen de control a medida que se hacen presentes los ángulos secretos del caso criminal puesto en sus manos, cerrado y aparentemente resuelto, y se encadenan una serie de fatales circunstancias que van estrechando poco a poco el círculo en torno al experimentado detective: irrumpe en escena una atractiva mujer, adviene un cambio de estatus en su ambiente de trabajo y llega a sus manos un valioso hallazgo arqueológico. Desde ese momento empieza a salir a flote la vulnerabilidad escondida en su autoconcepción de hombre rudo y fuerte. Al final de todo, Elías llegará a pensar que quizás la representación mitológica del dios Azteca de la noche, la muerte, el conflicto, la tentación y el cambio, posee un oculto poder para incidir en la existencia de los mortales.