UNO
La Hacienda vieja que en día yacía en ruinas, abandonada y
carcomida por los ciento y pico años pasados, había sido en
sus tiempos, la viva gloria y el vivo infierno de Don Pedro
Ariza Machain, quien después de ser la persona más honrada y
respetada de San Agustin de Hipona, pasó a ser nada más que
un alma en pena sin descanso eterno; Don Pedro Murió atado a
una profecía a la que lo rendó su propio hijo único- Laurencio
Ariza Rivadeneyra, en el día ultimo del mismo. De nada habían
servido las intercesiones del espíritu de Doña Rosaura ante San
Nicolás de Tolentino y la santísima virgen María. Años después
aun se escuchaban historias de quienes por las noches, decían
haber escuchado pasos, ruidos de cadenas siendo arrastradas
y gritos de dolor, en lo que antes era el florido jardín de la
hacienda
Ante las continuas quejas y miedos de que en la hacienda
vieja vivía un fantasma, los ciudadanos de San Agustin le habían
solicitado al párroco de la iglesia local que fuera a rosear agua
bendita en las paredes que la rodeaban, pues nadie aparte de
las lagartijas, los tecolotes y las ardillas, se atrevía a entrar por
miedo de no salir vivo. El mismo párroco tenía miedo acercarse,
pues guardaba en secreto que la primera vez que fue, empezó
a escuchar voces al momento de empezar a rosear las paredes y
las mismas no pararon hasta que dejó de rosear. Hacía ya ocho
meses y días de su última visita a las paredes de la hacienda y
aun en veces entre sueños escuchaba aquellas voces tan llenas
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de dolor que lo despertaban bañado en sudor frio y con un
miedo intenso. Su arma contra ellos era rezar el padre nuestro
hasta quedarse otra vez dormido. Una de esas noches había
rezado el padre nuestro setenta y siete veces antes de volver a
caer dormido.
Durante la misa del último domingo de julio, casi un
mes antes de la fiesta de San Agustin, el párroco se dio cuenta
que a once bancas de distancia entre el altar y el fondo de la
iglesia, se sentaba siempre un hombre viejo, de pelo y barba
completamente blanco, a quien nunca había tenido el gusto
de conocer por nombre, ya que nada mas lo veía a distancia
en la misa cada domingo y después se desaparecía como había
llegado, sin pasar a comulgar y después de la bendición, sin
esperar el canto de salida.
Refugio, una servidora de Cristo quien voluntariamente
trabajaba en la limpieza de la parroquia, le supo decir cómo
encontrarlo y el párroco ante su curiosidad de conocerlo más
de cerca, se encaminó a buscarlo ese mismo domingo por la
tarde.
Cuando llegó a donde le había dicho Refugio, lo miró a
distancia sentado en las afueras de su casa de piedra y lodo.
Estaba a un lado del fogón asando unos elotes y una ardilla
en las brazas. Junto a él estaba su amigo infiel, un perro
viejo pastor alemán, único en San Agustin por ser de color
totalmente blanco. Desde donde estaba echado y sin levantarse,
el perro le aventó al párroco y al viento dos ladridos roncos y
ásperos a medias fuerzas. El viejo apenas levantó la cabeza ante
los ladridos y su mano derecha para limpiarse el sudor que le
escurría de la frente a los ojos por el calor y el humo que salía
del fogón.
«¿Quién vive?» preguntó el viejo. «Jesucristo, eternamente»
Contestó el párroco como una confirmación de su fe. «Bendecido
sea usted» le dijo el párroco y se presentaron. Hasta entonces
lo reconoció el viejo y le dio las gracias por la bendición, y la
visita. Después le invitó un elote asado y un pedazo de la ardilla
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que había cazado su perro un día antes. «Pensé que Dios ya se
había olvidado de mí», «ni vivo, ni muero» dijo el viejo en un
tono sarcástico. «Dios nunca se olvida de sus hijos, más bien sus
hijos nos olvidamos de él» contestó el párroco.
El viejo era nadie más que Don Rodrigo Sandoval Albero
nacido en San Agustin, de noventa y tres años, quien a su edad
se veía veinte años menor. Viudo desde los cuarenta y dos y
soltero por gusto y miedo a los misterios dolorosos del amor
que por experiencia propia había logrado sobrevivir después
que su amada prenda muriera a los treinta y cinco años de edad,
víctima del cáncer y sin poder darle un hijo por lo mismo. Así
habían concluido los dieciocho años de un matrimonio feliz
y una pareja que había encontrado el amor verdadero. Desde
entonces, Don Rodrigo usaba mucho la frase-ni vivo, ni muero.
Los últimos años los había vivido solo, con su perro infiel y con
una burra vieja con la cual se hacía llegar hasta la iglesia. Era el
hombre más viejo de San Agustin.
Después de presentarse y mientras comían, el párroco dio
a ver a lo que había ido. «¿Que sabe usted de la hacienda vieja
que está en la loma?» le preguntó el párroco. Don Rodrigo soltó
una risa entre los dientes. «Lo que sé» dijo él y pausó mientras
le daba una mordida al elote, «es que no hay que acercarse
mucho a ella» «cuando era yo niño, mi abuelo hablaba de los
mismos fantasmas que la gente de hoy escucha, los mismos
ruidos de cadenas siendo arrastradas y los gritos como de la
llorona. Me decía que su abuelo le contaba que un día llegó el
diablo a San Agustin en una carroza negra, jalada por cuatro
caballos del mismo color, tocó la puerta de la hacienda y le
abrieron. Desde entonces, hizo de esa hacienda su morada.
«Es lo que se.» Para terminar dijo pensativo, «nunca nadie se
ha atrevido a entrar que yo recuerde» El párroco cambió de
tema sin regresar a tocarlo. Habló de su devoción y le regaló
un rosario y un libro de oraciones antes de despedirse. Don
Rodrigo los recibió con aprecio y cuando el párroco se alistaba
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para retirarse, Don Rodrigo soltó una pregunta que a nadie
más le había hecho. «¿Qué piensa usted del amor padre?» «¿Es
bueno o malo?» preguntó cómo invitándolo a una larga y
tendida conversación, pero el párroco le contestó según su fe,
sin más detalles «El amor hijo mío, es Dios y Dios es bueno»
«Si has amado, conoces a Dios- primera carta de Juan» dijo el
párroco con su pasión espiritual «Que la paz del Señor reine en
tu corazón, In nomine Patris et Filii et Spiritus sancti, amen» y
se fue, pensando más que nada en lo que aquel viejo le había
dicho de la hacienda y sin darse cuenta de la paz y tranquilidad
que le dejaba a un corazón que después de cincuenta y un años,
seguía sangrando sin encontrar respuesta a su porque.
Rosaura Rivadeneyra de Ariza dejó atrás el apellido materno
cuando huyó con Pedro Ariza Machain, a los diecisiete años
cumplidos y a escondidas de sus padres. Nació en Andalucía,
casi al final del siglo de oro de las bellas letras. Mientras
que Caravaggio pintaba Cesto con Frutas y Baco, ella andaba
haciendo travesuras por doquier. Era hija única de padres
eternamente ricos, soñadora, bella y coqueta desde niña. Les
hacía más caso a las sirvientas que a sus padres, quienes poco
tiempo le dedicaban pues viajaban de un lado a otro por sus
grandes negocios. Tenía todo el corte de reina; a los catorce, ya
lucía un cuerpo perfecto y virgen cubierto con una piel blanca,
un cabello rubio hasta media espalda y unos ojos azules que le
ganaban al mar en competencia. Era carismática, extrovertida
y le gustaba en ocasiones embarrarse de lo que sus padres le
prohibían.
Conoció a Pedro, a los dieciséis años, en una de las ...