Ojos bienaventurados: Trazos y algo más
Joel López-Pérez
El libro “Ojos bienaventurados: Trazos y algo más” es un viaje en el tiempo, mismo que con premeditada intención se desvía hacia lo prohibido, un esfuerzo ecléctico de unir el hiperrealismo con el simbolismo, desde la tentativa de acudir al impresionismo y la posibilidad de expresión, para fundirlos en un crisol impertinente. Invita a una travesía que se aborda desde la perspectiva de alguien que nos invita a mirar lo que ha escuchado con sus ojos, de uno cualquiera que lejos de aspirar a llamarse pintor, entreteje símbolos tomando prestadas las palabras, ideas e imágenes de otros viajeros del tiempo que se han detenido a escuchar con los ojos, asiendo la ocasión por los cabellos para utilizar esos quinqués como los oídos de las palabras, y tímpanos de las voces. El libro “Ojos bienaventurados: Trazos y algo más” y la obra pictórica que lo acompañan son un intento de pintar algo inexistente, una necedad por palpar a esa loca de remate que es la realidad, mientras se rasca en el inconsciente, pincel en mano, buscando una manera de acariciarla o de pretender un mimo a ese escurridizo deseo. Se trata de un atrevimiento perdido en la insistencia inútil pero necesaria de entender que cuanto se haga en este camino es ocioso, y que el intento de moldear la realidad desde la cultura es un acto inútil. Pero sin entenderlo el autor prosigue en un desatino de necio para hacer como si no lo supiera, o tal vez ambicionando ignorarlo. Advertido por su experiencia sabe que para entrar a cualquier edificio donde se construye la realidad, para ingresar en cualquiera de las fortalezas donde se construyen las almas, siempre hay que convencer a custodios entrenados en el rechazo de todo lo que no sea totalmente inofensivo para el sistema. Y sabedor de que para trasponer las puertas de esas fábricas se requiere de una credencial a manera de certificado de inocuidad por parte de quien la porta, porque son los dueños de esas fortalezas los que instituyen las pautas. En estas condiciones, el autor busca tu mirada, en un conato de alevosía contra las prisiones construidas para enclaustrar el cuerpo y aquellas que buscan enterrar en vida el espíritu. Busca reconocer en ti a un cómplice que comparta la tarea del artista, aquella que consiste en hacer de su obra una expresión del inconsciente colectivo del racimo social que representa, faena de suma dificultad en un mundo en donde la cultura arriesga su intento de representar la realidad, cuando debería ser un cincel que pueda esculpir un mundo nuevo, un mundo diferente al actual, en el que los productos que inundan el mercado “cultural” solo sirven para forjar la desmemoria en el vencido. Las alegorías que forman parte de este libro van encauzadas a desalambrar conciencias, si de ellas surge algo más que un pensamiento, una inspiración, una cinta, un color que señale primacía entre los hombres, habrán logrado su objetivo. En este andar entre señales y manchas sobre lienzos, el autor ambiciona hacer equipo con otros cabalgantes del tiempo que incorpóreos se han vuelto sus contemporáneos para construir un mensaje en este caos de tintes y trementina, a pesar de tener plena conciencia sobre el destino natural de las obras pictóricas y el de los libros, que es la hoguera. Aun así, quien escribe el libro y signa los cuadros al óleo cuyas imágenes lo acompañan, busca que el sino de esos manchones sobre los lienzos se encuentren con los ojos de sus contemporáneos, pugnando para que en estos tiempos por venir, la libertad pueda significar el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír o lo que es lo mismo, mostrarle lo que no quiere ver. Entre los símbolos que sobresalen en el texto y en las imágenes incluidas, se puede observar a la luna, como el enigma perfecto al que licántropos, poetas y demás creadores han culpado de sus desvaríos. Joel pacta la redención de este espejo de nuestras almas por su pecado de la creación de la belleza hipnótica y de la razón oscura que oculta nuestras más bajas inclinaciones. Asimismo, trata la imagen de aquel que a partir del barro, nos hizo uno, uno solo y que luego, alguien separó en dos, los que tienen y los que no tienen, los paramilitares que sobreviven matando y los que tratan de elevar las voces de los derrotados. Los que matan y los que mueren de muerte matada. De esta manera, aunque todos somos iguales, y procedemos de la misma masa, no se explica por qué a algunos se les obliga a cometer crímenes que los suicidan, en una treta sencilla en la que basta con negarles todo amparo para luego ataviarlos en ropa reglamentaria y mandarlos, fusil al hombro, a matar a otros desheredados o a morir defendiendo al sistema que los niega. En este tenor sucedió que el primero de enero de 1994 el mundo escuchó una voz que parecía venir de los sin voz, de los no gente, de los que siempre estaban pero nunca estuvieron, de aquellos que siempre escuchaban y callaban, como es menester en este diálogo centenario. Y ese grito se representa en la alegoría de una adolescente que nació con ese silencio levantado y cuyo parto obligó al imperio a replantearse sus técnicas de encuadramiento, ya que una vez parecía cumplirse la premisa del exánime o al menos degradado san Jorge que la voz del pueblo enunciaba: “Cada dragón crea un San Jorge que lo mata”. En este libro también hacen acto de presencia seres mitológicos como: Eros, Hipnos y Tánatos. Eros por ser creador de la pequeña muerte y dios del amor, que es sordo al Verbo Divino y al conjuro de las brujas; Hipnos, omnipresente desde la tranpantalla que minuto a minuto nos deshumaniza, que sin prisa y sin pausa nos roba lo mejor de nosotros desde el día en que nacemos hasta nuestro aleteo final; Y Tánatos que aparece como un intento de amenaza (como si se les pudiera amenazar) a los inhumanos, a los crueles, a los dueños del orbe. Ya que se puede vivir si un ser superior, pero no sin este adorado tótem de nuestro tiempo que dicta las normas y modela las mentes, para imponer, en los cuatro puntos cardinales, los ídolos, los mitos y los sueños que los ingenieros de emociones diseñan en las fábricas de almas enclaustradas en sus fortalezas impugnables. También hacen acto de presencia en el libro, los pasamontañas que salieron a la luz desde la selva en 1994, ellos, los indóciles, nos recuerdan que hay alguien detrás de esta cortina, seres que, antes mudos, han empezado a tomar la palabra para decirle al mundo “estamos aquí” a pesar de la pena de muerte que pesa sobre nosotros y que es la misma que se aplica en tantos lugares de nuestra América, una penalidad que no se aplica de vez en cuando, sino de manera sistemática: carbonizando negros en las sillas eléctricas de los Estados Unidos, masacrando indios en las sierras de Guatemala, acribillando niños en las calles de Brasil, desapareciendo estudiantes en México. Mientras tanto Tánatos mira hacia el dominio de sus hermanas, amantes de la sangre, ellas las Keres, son la muerte violenta que disfruta los campos de batalla, así Tánatos como la paciente muerte, espera. También se encuentra en el texto y la tinta a Pakal, Valum Votán, el corazón del pueblo que mantiene los cargos sagrados del misterio, la luz que de lejos vino y aquí nació, de nuestra tierra y se hizo carne, voluptuosidad de nuestro barro, señor y guardián de la palabra y de lo que han visto los ojos del mundo. Ojos que ya no se asombran con las imágenes de quienes exportan el sol, el sudor y la sangre y que ahora también exportan a sus hijos desarraigados por el miedo, en una “civilización” en la cual, por decreto se abolió la esclavitud, pero en la que los niños de la calle, aun se ofertan en los mercados, ya sea a pedazos para ser utilizados como piezas de reemplazo para los que sí tienen casa, o también se ofrecen enteros, para cubrir las emociones de quienes gustan saborear la sangre que emana de las alas mutiladas por las garras del patrón de los tiranos. En este mundo que se divide